Me vais a permitir que os de leña, en esta mi nueva entrada tras el verano, con la nostalgia y los viejos recuerdos. Vaya en mi defensa que este blog, al menos en su mayor parte, está dedicado al cine llamado "clásico"(término erróneo por demás) y a los sueños que éste generaba en las gentes de aquella época.
En fin os quiero contar una historia relacionada con "Historias de Filadelfia" (cuyo afiche original os regalo). Ocurrió ésta en un tiempo muy muy muy lejano y en un lugar que hoy está muy, muy lejos de mi memoria.
Mis padres eran muy aficionados al cine, en especial mi madre, que siempre conseguía convencer a mi padre para que la llevase a los "estrenos", que solían tener lugar precisamente en Septiembre, en Navidades y tras la Pascua de Semana Santa.
Aquel día, el que fuera, estaba mi madre sentada en el balcón, supongo que haciendo alguna labor cuando vió pasar al hombre que repartía las propagandas de los cines que renovaban sesión(cartelicos, le llamábamos)
- ¡Antoñito, baja a por un cartelico! - me gritó.
Supongo que yo estaría jugando o trasteando en las buhardillas y, como me gustaba juntar cromos y esas propagandas que repartían, bajé corriendo las escaleras para que el tipo no se me escapara. Por supuesto pude conseguir el que os muestro en la cabecera. Tal que ví aquel trozo de papel ilustrado comenzó a desbocarse mi imaginación. Otros "cartelicos" me habían atraído por la acción de sus ilustraciones. En éste que tenía entre manos había algo más. Solo el título "Historias de Filadelfia" calentaba mi imaginación con los destellos de un mundo de encanto y de lujo.
Estaba dispuesto a convencer a mi madre para que me llevara, con ella y mi padre, a la función del domingo.
Pero inocente de mí, no tuve en cuenta el topetazo que iba a tener con la iglesia, personificado éste en la guardiana más cancerberina de la moral católica, mi tía-abuela Ciriaca.
Esta mujer no se hablaba ni con mi abuelo ni con mi padre. Con el primero, por su pasado republicano y por cierta pesada (y macabra) broma que le gastó cuando su marido servía de Guardia Civil en Barcelona, y con el segundo, mi padre, porque era hijo de mi abuelo (y lo malo ya se sabe...se hereda).
Doña Ciriaca influía muchísimo en mi madre, para que el nacionalcatolicismo entrara en nuestro hogar (en gran parte lo consiguió pero gracias que escaparon muchos rabos).
Quiso la casualidad que aquella tarde, y cuando mi padre se hubo marchado, ella recalase en nuestra casa. Su pupila de ave rapaz captó inmediatamente el cartelico de la película. Inmediatamente torció el gesto y comentó: "No se te ocurrirá ir a ver esa peliculucha ¿verdad?. Ya me he enterado en la parroquia que está calificada para" mayores con reparos" (3R)
"¡Ay, con lo ilusionado que estaba Antoñito!". A la arpía le faltó tiempo para responder. "¡Sólo faltaría eso!Si vosotros os quereis condenar, peor para vosotros, pero el niño se viene el domingo conmigo para que ayude de monaguillo en la Eucaristía de las Hermanas de la Caridad".
Cuando oí aquello sentí unas ganas locas de saltar sobre aquella gárgola santurrona, pero ya no había remedio, no había apelación alguna a aquella sentencia. Estaba irremediablemente condenado. Era la ejecución inexorable de mi imaginación.
Aquel domingo, yo, con toda la dureza de gesto, que mis pocos años daba de sí, acompañé a mi verdugo a la dichosa función eucarística. Una monja gorda, de andar perezoso, cuyo enorme rosario, colgando de su cintura, provocaba a cada paso que daba una especie de graznido,me condujo hasta la sacristía, donde me dió unos faldones rojos y una especie de camisola con encajes. Luego con sonrisa de gato de Cheshire me dijo: "El padre te dirá lo que tienes que hacer". El tal padre era un cura bajito y amable, que también parecía forzado a oficiar la ceremonia. Me dijo que lo único que tenía que hacer era mover el incensario (una especie de pebetero donde se quemaba el incienso, sujeto a unas cadenas) y cuando él elevara el copón yo tendría que postrarme de rodillas delante y lanzar sahumerios al santísimo.
La cosa marchaba relativamente bien, incluso el aroma del incienso me parecía realmente agradable. Cuando llegó el momento más solemne me postré delante del cura dispuesto a dispararle todos los humos habidos y por haber, pero se me escapó un pequeño detalle, no había cerrado bien el aparato incensiador y junto con los humos se exparcieron por toda la alfombra del altar multitud de ascuas en destructiva artillería.
Aquel desastre en aquel solemne momento produjo un alboroto terrible. El cura tuvo que soltar la custodia precipitadamente y ponerse a saltar sobre las brasas al tiempo que decìa "¡Coño, con el condenado crío!".
Los coscorrones de mi tía abuela llovieron sobre mi cabeza. Me sentí un mártir cristiano sufriendo la barbarie visigoda.
Mi satisfacción fué, que cuando mi padre se enteró, en vez de castigarme se puso a reir y le dijo a mi madre: "Ni se te ocurra volver a dejar al niño otra vez con esa bruja. Y las monjas que se jodan".
Antes de poner punto final a esta historia verídica he de apuntar que 38 años más tarde pude ver por fin una versión restaurada de "Historias de Filadelfia". Valió la pena esperar tantos años para gozar aquella película. No hace falta, en este espacio, comentar esta joya, que seguro más de un bloguero lo habrá hecho ya muy bien. Yo me he limitado a contar esta pequeña historia, si os ha complacido, estoy servido.
En fin os quiero contar una historia relacionada con "Historias de Filadelfia" (cuyo afiche original os regalo). Ocurrió ésta en un tiempo muy muy muy lejano y en un lugar que hoy está muy, muy lejos de mi memoria.
Mis padres eran muy aficionados al cine, en especial mi madre, que siempre conseguía convencer a mi padre para que la llevase a los "estrenos", que solían tener lugar precisamente en Septiembre, en Navidades y tras la Pascua de Semana Santa.
Aquel día, el que fuera, estaba mi madre sentada en el balcón, supongo que haciendo alguna labor cuando vió pasar al hombre que repartía las propagandas de los cines que renovaban sesión(cartelicos, le llamábamos)
- ¡Antoñito, baja a por un cartelico! - me gritó.
Supongo que yo estaría jugando o trasteando en las buhardillas y, como me gustaba juntar cromos y esas propagandas que repartían, bajé corriendo las escaleras para que el tipo no se me escapara. Por supuesto pude conseguir el que os muestro en la cabecera. Tal que ví aquel trozo de papel ilustrado comenzó a desbocarse mi imaginación. Otros "cartelicos" me habían atraído por la acción de sus ilustraciones. En éste que tenía entre manos había algo más. Solo el título "Historias de Filadelfia" calentaba mi imaginación con los destellos de un mundo de encanto y de lujo.
Estaba dispuesto a convencer a mi madre para que me llevara, con ella y mi padre, a la función del domingo.
Pero inocente de mí, no tuve en cuenta el topetazo que iba a tener con la iglesia, personificado éste en la guardiana más cancerberina de la moral católica, mi tía-abuela Ciriaca.
Esta mujer no se hablaba ni con mi abuelo ni con mi padre. Con el primero, por su pasado republicano y por cierta pesada (y macabra) broma que le gastó cuando su marido servía de Guardia Civil en Barcelona, y con el segundo, mi padre, porque era hijo de mi abuelo (y lo malo ya se sabe...se hereda).
Doña Ciriaca influía muchísimo en mi madre, para que el nacionalcatolicismo entrara en nuestro hogar (en gran parte lo consiguió pero gracias que escaparon muchos rabos).
Quiso la casualidad que aquella tarde, y cuando mi padre se hubo marchado, ella recalase en nuestra casa. Su pupila de ave rapaz captó inmediatamente el cartelico de la película. Inmediatamente torció el gesto y comentó: "No se te ocurrirá ir a ver esa peliculucha ¿verdad?. Ya me he enterado en la parroquia que está calificada para" mayores con reparos" (3R)
"¡Ay, con lo ilusionado que estaba Antoñito!". A la arpía le faltó tiempo para responder. "¡Sólo faltaría eso!Si vosotros os quereis condenar, peor para vosotros, pero el niño se viene el domingo conmigo para que ayude de monaguillo en la Eucaristía de las Hermanas de la Caridad".
Cuando oí aquello sentí unas ganas locas de saltar sobre aquella gárgola santurrona, pero ya no había remedio, no había apelación alguna a aquella sentencia. Estaba irremediablemente condenado. Era la ejecución inexorable de mi imaginación.
Aquel domingo, yo, con toda la dureza de gesto, que mis pocos años daba de sí, acompañé a mi verdugo a la dichosa función eucarística. Una monja gorda, de andar perezoso, cuyo enorme rosario, colgando de su cintura, provocaba a cada paso que daba una especie de graznido,me condujo hasta la sacristía, donde me dió unos faldones rojos y una especie de camisola con encajes. Luego con sonrisa de gato de Cheshire me dijo: "El padre te dirá lo que tienes que hacer". El tal padre era un cura bajito y amable, que también parecía forzado a oficiar la ceremonia. Me dijo que lo único que tenía que hacer era mover el incensario (una especie de pebetero donde se quemaba el incienso, sujeto a unas cadenas) y cuando él elevara el copón yo tendría que postrarme de rodillas delante y lanzar sahumerios al santísimo.
La cosa marchaba relativamente bien, incluso el aroma del incienso me parecía realmente agradable. Cuando llegó el momento más solemne me postré delante del cura dispuesto a dispararle todos los humos habidos y por haber, pero se me escapó un pequeño detalle, no había cerrado bien el aparato incensiador y junto con los humos se exparcieron por toda la alfombra del altar multitud de ascuas en destructiva artillería.
Aquel desastre en aquel solemne momento produjo un alboroto terrible. El cura tuvo que soltar la custodia precipitadamente y ponerse a saltar sobre las brasas al tiempo que decìa "¡Coño, con el condenado crío!".
Los coscorrones de mi tía abuela llovieron sobre mi cabeza. Me sentí un mártir cristiano sufriendo la barbarie visigoda.
Mi satisfacción fué, que cuando mi padre se enteró, en vez de castigarme se puso a reir y le dijo a mi madre: "Ni se te ocurra volver a dejar al niño otra vez con esa bruja. Y las monjas que se jodan".
Antes de poner punto final a esta historia verídica he de apuntar que 38 años más tarde pude ver por fin una versión restaurada de "Historias de Filadelfia". Valió la pena esperar tantos años para gozar aquella película. No hace falta, en este espacio, comentar esta joya, que seguro más de un bloguero lo habrá hecho ya muy bien. Yo me he limitado a contar esta pequeña historia, si os ha complacido, estoy servido.
6 comments:
Me ha encantado el post. ¿Tanto tuviste que esperar para poder ver Historias de Filadelfia? Desde luego tu tia-abuela no sabía lo que se perdía.
Pues sí, Alicia. Unas veces por una cosa, otras por que se me escapaba de la tele, lo cierto fue que pasaron los años, pero la espera, de verdad, que valió la pena. La ví en todo su esplendor y en los años posteriores la he seguido gozando.
Gracias por tu crítica, y me congratula que te gustara la pequeña anécdota.
Un abrazote.
Me ha encantado el post. Genial el comentario del cura y la frase lapidaria final de tu padre :D
Un saludo.
Tengo tan grabado en la memoria aquel día que me atrevería a afirmar que lo que dijeron los personajes del drama fue por coma y punto como lo transcribo. Agradecí tanto a mi padre el apoyo que jamás he podido olvidarlo.
Un abrazote.
Ja, ja, Antonio: ya de pequeño eras un mártir de la cinefilia..
Muy buena la anécdota. Sólo lamento no haber guardado los muchos programas de mano que llegué a tirar, tonto de mí, en mi infancia.
Saludos y bien devuelto a la faena.
Yo lamento no haber conservado todos los que llegué a poseer. Entre los muchos cambios de residencia se fueron quedando estos pedacitos cinéfilos de papel. Solo pude salvar de la quema unos doscientos. En esos obligados cambios se perdieron fotos impagables, revistas hoy tan difíciles de conseguir como "Primer Plano" o los primerísimos "Fotogramas"....Gracias que la memoria no se puede perder y aun conservo muchísima.
Un abrazote.
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